CUANDO MUERE LA RAZÓN

miércoles, 19 de febrero de 2014

       
                                                                  I
                                        
Caminaba despacio y pensativo, el camino era angosto, solitario, las hojas de los árboles se cimbreaban activas sacudidas por la fuerza del viento.
Iba cabizbajo, cansado, su mente enferma le castigaba enormemente.
Hoy le preocupaba el cielo, amenazaba tormenta, estaba lejos de sus aposentos e iba desprovisto de ropa adecuada para cobijarse de la lluvia.
Cualquier cosa era para él un motivo de preocupación, él era su propio enemigo, en su mente, no existía la razón.
Se encontraba sólo aunque estuviera rodeado de gente, es más, la gente le atormentaba, por eso siempre buscaba la más estricta soledad.
Esta vez había escogido la soledad de la montaña, por sus angostos senderos rara vez se podía encontrar con algún transeúnte.
Era otoño, los árboles lucían su amarillento manto, todo acusaba un deterioro, los tristes arbustos ofrecían sus últimos frutos embebidos por el feroz calor del largo verano.
Llevaba mucho tiempo caminando, el cielo empezaba a oscurecerse, los murciélagos ya se divisaban en el cielo sacudidos por la velocidad que les caracteriza, buscando su sustento en su veloz carrera. 
Miró hacia arriba y dio la vuelta, debió darse cuenta que la noche caía implacable. 
Llegando a su calle, empezaba a caer gruesos goterones. Se cobijó en el portal de una casa que en ese momento estaba abierta.
Por un momento pensó que tenía que regresar a casa, pero eso le aterrorizaba no tenía ganas de hablar con nadie y menos con su mujer, era una mujer súper habladora, cosa que a él le molestaba enormemente.
Pensó pasar por la plaza, a lo mejor su amigo Pascual estaría sentado en el banco que quedaba debajo de los soportales, era el único amigo que no le molestaba en exceso, siempre le contaba historias de cuando hizo el servicio militar, se las sabía de memoria, “se las había contado tantas veces” pero eran graciosas, por muchas veces que se las contara siempre lograba arrancarle una débil sonrisa.
Se asomó a la calle y ya había cesado la lluvia, miró al cielo y éste empezaba a despejarse.
Al llegar a la plaza estaba desierta, eso le molestó porque no le quedaba otro recurso que volver a su casa junto a su mujer.
Y no es que ella fuera una mala mujer, no, eso no, lo que pasa es que nunca la había querido, al menos como ella le había querido a él. También es verdad que, aunque no estuviera enamorado de ella siempre la había tratado bien, eso era otra cosa, había cumplido con sus obligaciones de buen marido, pero el amor verdadero, eso era otra cosa, él lo sabía bien desgraciadamente.
En el fondo de su corazón solo un nombre existía, Ana, su dulce Ana, con tantos años pasados y en su corazón archivaba sus más vivos recuerdos.
Por un momento su mente se trasladó al pasado. 
                                                        
                                                                                                                                                                                                                 
Ana, mi dulce Ana, era como siempre la recordaba.
La veía paseando por el parque, allí se reunían, se cogían de las manos y se miraban a los ojos. Aquellos ojos grises que el miró tantas veces, ella siempre le dedicaba aquella abierta sonrisa, parecía que le quisiera agradecer la fijeza de su persistente mirada.
Siempre unidos por la complicidad de aquel eterno amor. Eso era lo que ellos pensaban, por eso se cogían de las manos y corrían, jugaban, y sobre todo se reían, reían incansablemente, hasta que llegaba la hora de la despedida, entonces se fundían en un sano abrazo, y conjuntamente decían un ¡hasta mañana!

Manuela
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