El verano llegó a su fin, y con él vino la Vuelta al Cole.
Siete paradas de metro tenían la culpa de que yo no perteneciese a ese lugar. Esa era la distancia. Era mi segundo año, pero no me había integrado, no había hecho amigos.
Volví a entrar en la clase de segundo A, cuya profesora, la señorita Marina, nos recibía aún con una sonrisa de oreja a oreja.
Pasó lista, desde la A a la Z. Estábamos todos. De repente llamaron a la puerta y esta se abrió, y asomó una cabeza canosa, con grandes ojos, una nariz gorda y roja subrayada por un gran bigote, de esos que aparecían en las películas de los ingleses.
-Ah buenos días Don Pablo- saludo la señorita Marina.
-Buenos días Marina- respondió la cabeza que asomaba por la puerta, y que ya se había introducido con su cuerpo en el aula-, vengo a por los chicos que pasan de curso.
-Bien, Don Pablo, puede nombrar a los que se van a su clase.
El bigote empezó a moverse al tiempo que iba nombrando nombres y apellidos. Me pilló de sorpresa cuando oí el mío, y como todos los que iba nombrando, recogí mi maleta y me puse en la fila.
Cuando ya estábamos todos, el bigote se despidió de la sonrisa que estaba sentada tras la mesa.
Y como si fuéramos patitos que siguen a su mamá, nosotros seguimos al señor del bigote hasta otra aula, que sólo se diferenciaba de la primera en que en la puerta ponía 3º B.
El impacto fue soberano. A mis ocho años, el amor llamó por primera vez a mi corazón. Tras la puerta ya había sentados en sus pupitres varios chicos y chicas, pero lo primero que destacó del aula fueron unos ojos color de miel y sus trenzas de color castaño.
Conforme nos iba nombrando, el bigote nos fue sentando en los pupitres libres. Empecé a rezar para que mi apellido y el suyo fueran seguidos, y así poder sentarme lo más cerca posible de esos ojos.
Mala suerte, el hueco junto a su pupitre lo ocupó un chico llamado Javier Herrando, el chico más popular de todo el colegio. Cuando el profe llegó a la J, que es la letra con la que empieza mi apellido, yo estaba en la otra punta del aula y a un mundo de distancia de la chica de las coletas.
A la hora del patio, me puse rojo como un tomate. Me acerqué y aquellos ojos color miel me miraron por primera vez. Pero después de su mirada, su boca se abrió y una lengua rosa salió en un gesto de burla. Ya no me interesaba nada, desfallecí hasta el día siguiente.
EULISIPO MODESTO
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