TIEMPOS DE DOLOR, TIEMPOS DE AMOR (Sara Fernández)

jueves, 29 de noviembre de 2012


La vida me dio de lado como mujer con derechos desde prácticamente mi nacimiento en el año 1929. La Guerra Civil, todavía no se había iniciado, pero no es que los tiempos tampoco fueran muy buenos que digamos. Mis hermanos y yo nacimos en el seno de una familia humilde al sur de España. Éramos tres hermanas, contándome a mi también, aunque yo era la pequeña de ellas, y tres hermanos, mayores que nosotras. Tanto ellas dos como yo, teníamos las obligaciones que tanto mi madre, como la sociedad de aquellos tiempos nos imponía. La ayuda en casa era fundamental, al igual que servir a las peticiones de mi padre y mis hermanos cuando éstos venían de faenar las tierras que poseíamos. También aprender labores, algo imprescindible para ser una futura mujer de su casa, así como aprender a cocinar, fregar el suelo de rodillas, etc. La cultura que se nos impuso en aquellos tiempos, por decirlo así, era la de dejar contentos a nuestros hermanos, y nuestro padre, ya que ellos eran los que nos alimentaban. Mi madre, todo le parecía poco a la hora de contentar a mi padre y mis hermanos, no es que nos tuviera a nosotras de lado, pero claro, ellos venían de trabajar, estaban cansados, para ella, hacían la faena principal y la más dura.

Pasaron los años, y mi padre justo empezar la Guerra Civil, cayó enfermo. Mis tres hermanos apenas podían sacar nada de la tierra, no estaban los tiempos como para cultivar, sino que ahora debíamos pensar la manera de subsistir sin las tierras, pero claro, aportando dinero a casa de algún modo. Mis hermanos se fueron a Francia, y nosotras nos quedamos en nuestro pequeño pueblo. Mis hermanas, fueron a servir de interinas cada una a una casa de señores de postín, y 1 vez al mes, venían a casa a traerles el sobre cerrado a mi madre y a mi padre. Así vivíamos ahora, con el sueldo de mis dos hermanas. Los campos de mi padre, dejaron de trabajarse, aunque seguían siendo de él, y de mis hermanos no teníamos apenas noticias. Yo al cumplir la edad de 16 años, y debido a que una de mis hermanas al contraer matrimonio, dejó de trabajar sirviendo, me introduje en el mundo de el servir. Era un sobre menos al mes, y se notaba mucho, ya que tampoco no es que les pagaran demasiado a ninguna de ellas, parecía que contra más tenían aquellas gentes, más tacaños eran. Así que mi hermana, se fue a vivir a Barcelona con su marido, y mi otra hermana y yo, llevábamos el sobre a casa. Mi padre, seguía enfermo, cada vez más, y por tanto necesitaba más cuidados, más medicamentos, etc. Que mi madre podía comprar y pagar al médico, así como comer, gracias al sueldo que íbamos ganando.

Yo solo tenía 16 años, y seguía sirviendo, limpiando y ahora cuidando de tres niños, los nietos del matrimonio. La verdad es que sentía cierta envidia al ver la infancia de esos niños, ver que ellos podían disfrutar de la niñez, ya que yo no pude hacerlo. Todos los juguetes que les regalaban, todas las ropas que lucían, y que yo lavaba a mano, bueno, la de ellos y la de sus abuelos y sus padres, ya que hubo una temporada que el matrimonio, padres de los niños, también se fueron a vivir a casa de los abuelos debido a un problema que tuvo el marido de ésta con los negocios. Yo allí era todo oídos, pero nada más, y que no se me ocurriera abrir la boca, no estaba yo como para jugármela. Aquí estuve también interina, y solo los últimos Domingos de cada mes, iba a ver a mis padres, que era cuando les entregaba todo el dinero íntegro de mi sueldo. Pasó 1 año y medio, cuando mi padre falleció. Tanto mi madre, como mis hermanas, quedamos desoladas. Mi hermana mayor, la que marchó a Barcelona vino a toda prisa, pero mis tres hermanos, no. Perdimos el contacto con ellos, hace más de dos años, y aunque intentamos buscarlos por todos los medios nos fue imposible localizarlos, es como si se los hubiera tragado la tierra. Al menos, no teníamos noticias de su fallecimiento, y ésto era lo que le consolaba también a mi madre. El entierro de mi padre fue un duro día de Invierno del año 1947. Ahora mi madre destrozada después del duro golpe, necesitaba más que nunca el apoyo de al menos las dos hijas que tenía más próximas. Así que, ya que a mi hermana no le dejaron ni salir, al menos cada Domingo de cada semana durante 2 meses, para así poder estar más al tanto de mi madre, tuve que hablar yo con mis señores. Enseguida, y para mi gran sorpresa, ellos entendieron la situación que les planteaba y me dijeron que no había ningún problema en que marchara cada Domingo de cada mes a estar con mi madre, y no solo por dos meses, si no ya para todo el tiempo que quisiera. Esto, como ya he comentado, me sorprendió y la verdad es que se lo agradecí y se lo agradezco de por vida. Yo seguía cobrando lo mismo, incluso trabajando menos, cosa que hizo que cambiase mi punto de vista de esta clase social, al menos de esta familia en particular, e incluso, mis señores se ofrecieron a si le hacía falta algo a mi madre, de dárselo con gusto. Quedé aún más sorprendida.

Pasaron los años, y mis señores, primero ella, de una pneumonía, y luego él de tuberculosis, murieron. Su hija, a la que le cuidaba yo los hijos, ya no quería mis servicios, ya que también era mala época para ellos, para mantener a servidumbre, así que me tuve que marchar y buscarme la vida en otra casa, ya que lo único que sabía hacer era hacer las cosas de la casa.

Por aquellos tiempos, mi madre también cayó enferma, y yo, ya no pude ir a ganarme la vida, si no que hablándolo con mis hermanas, yo me quedé al cuidado de ella. Ahora sí que eran tiempos difíciles, sólo debíamos vivir con el sobre de mi hermana, ya que mi hermana de Barcelona, ahora con dos niños, aún lo tenía peor para enviarnos dinero, si su marido no se quedaba sin empleo, entonces tenía un niño, si no, tenía otro. Vamos, que no nos podía ayudar, económicamente hablando.



Un día, mientras me dirigía al cementerio donde reposaban los restos mortales de mi padre, vislumbré a los lejos tres sombras delante mismo donde él estaba enterrado. La verdad, me sorprendió enormemente ver a alguien delante de la tumba de mi padre y más en ese estado casi inmóbil. Sólo mis tres hermanas y mi madre, cuando ella podía ir, nos acercábamos a limpiar el nicho y a colocarle algunas florecillas que recogíamos en el camino y que cuando llegábamos hacíamos con ellas un pequeño ramillete, pequeño en flores pero lleno de amor y cariño.

Ya estaba a un paso... Ahora podía ver que eran tres hombres, de unos 45 años de edad aproximadamente, menos uno que parecía algo menor que el resto.

Les saludé educadamente, y me dispuse a ponerme de rodillas como solía a hacer para rezarle a mi padre en silencio... Los tres a ver lo que iba a hacer, abrieron los ojos y emitieron un sonido de exclamación y a la vez de sorpresa.

Al oír esta pequeña exclamación y una serie de murmullos, me giré y los observé.

Algo, pero no se bien el qué, me hizo que el corazón me diera un huelco, pero no entendía el por qué.

Entonces uno de ellos, el que parecía mayor, me preguntó con voz entrecortada y con cierto tono extranjero:

  • ¿Eres familiar de Juan Serrano del Monte?
  • Sí, les contesté yo, soy la hija pequeña, María Serrano.
  • Entonces los tres se echaron a llorar, y entre sollozos vinieron y se abalanzaron hacia mí. Yo todavía no entendía nada, pero entonces el más pequeño, que tendría unos 37 años aproximadamente me dijo, mientras se terminaba de secar las lágrimas:
  • Somos Juan Serrano, Manolo Serrano y José Serrano.
  • Entonces, se me paró el corazón de golpe, abrí los ojos y no pude emitir ni un solo sonido. Sólo brotaban mis lágrimas por las mejillas, sin cesar... mientras exclamaba y preguntaba ¿ Sois mis hermanos ? ¡ Estáis vivos, estáis bien! Y sin reparar en reproches, por el tiempo pasado, porque la alegría de nuestro encuentro era mayor que todo lo anterior, les llevé hasta la que fue y seguía siendo nuestra casa. Por el camino les fui explicando, como habíamos vivido todos estos años, como nos lo teníamos que montar para poder sobrevivir a un montón de acontecimientos familiares, entre ellos la enfermedad de nuestro padre, y ahora la de nuestra madre, pero todo esto, sin intención de echarles en cara nada, absolutamente nada, y menos sabiendo que ellos tampoco lo habían estado pasando bien, y que también intentaron ponerse en contacto con nosotros, e incluso ahorraban para venirse de vuelta a España, pero que no les fue posible de ninguna de las maneras.
    Llegamos a casa, y mamá ahora sentada al lado de la mesa de la cocina, apoyada en una de sus envejecidas y trabajadas manos, y en un tono pensativo, no abrió la boca al oír la puerta de la calle. Ensimismada en sus pensamientos, lo que podríamos llamar ahora principios de Alzheimer, se mantenía en una pose erguida, con las piernas ladeadas hacia un lado, mientras la olla exprés pitaba. No puedo dejarla sola, ya no, pensaba yo, mientras me percataba de esta imagen.
    Hice que mis hermanos permanecieran en el comedor, sentados en el sofá en silencio, ya que ya les avisé de como estaba toda la situación.
    Fui a la cocina.
  • Mamá, ¿ puedes venir un segundo al comedor, por favor? A venido alguien a verte.
  • ¿ Y la olla ?
  • Tranquila, ya la apago yo ahora, y te acompaño.
    Nos dirigimos al comedor.
    Mi madre al ver a estos tres hombres sentados en el sofá exclamó:
  • Hija, ¿quiénes son? No los reconozco.
    Entonces les hice una señal a los tres como habíamos acordado antes de llegar a la casa, y los tres se levantaron, y a la vez, abrazaron fuertemente a mamá, mientras decían:
  • ¡ Te hemos echado tanto de menos mamá!
    Mi madre, ahora, y al oír el timbre de voz de cada uno de ellos, los reconoció, y llorando, les devolvió el abrazo, y los dirigió a los tres hacia su pecho, con tal fuerza que parecía que nunca más quería que se fueran de su lado.
    ¡ Mi madre, los había reconocido después de tantos años, y después de que padeciera lo que padecía !
  • ¡ Yo también os he echado muchísimo de menos, no había día en mi vida, así como en la vida de vuestro queridísimo padre, que no os recordara! ¡Me habéis devuelto la ilusión de vivir, hijos míos!
    Entonces, informamos a mis dos hermanas de tal acontecimiento. Mi hermana no pudo venir hasta el Domingo de esa semana, que coincidía que era el último del mes, y mi hermana de Barcelona vino a los tres días, con su marido y sus dos hijos.
  • ¡Estábamos todos juntos de nuevo!
    Todos los ratos malos que habíamos pasado durante tantos años, parecían que se habían esfumado por aquellos instantes de gloria. Faltaba mi padre, pero mi madre incluso parecía que iba reponiéndose y todo. Alegremente contaba anécdotas vividas, omitiendo lo negativo, y así pasamos aquel maravilloso verano del año 1956. La vida seguía siendo difícil, pero el amor hizo que todo se llevara de manera más amena y con ilusión por vivir y levantarse cada día. La unión hizo la fuerza para seguir luchando ante la vida y la enfermedad. Aunque mi hermana tuvo que volver a Barcelona, y mi otra hermana, aún soltera, seguía sirviendo como interina, ellos habían vuelto, pero para quedarse. Ahora, aunque yo era la que se tenía que hacer cargo de mi madre y mis tres hermanos, la verdad es que no me sabía nada mal. La verdad era feliz, muy feliz. Mis hermanos, volvieron a coger las riendas de los campos de mi padre, y volvió a resurgir el va y viene de comida, ahora también hacían negocio con gente que tenía pequeñas tiendas, a las que les vendían parte de la cosecha, y ésto también nos permitía vivir mucho mejor.
    Sin duda alguna, echaba de menos cuando llegaban los tres de trabajar, el esperar ver a mi padre asomar detrás de ellos, pero su imagen siempre se mantuvo y se mantendrá en mi retina.
    Como cosas de la vida, su lecho de muerte fue nuestro nuevo punto de partida, nuestra nueva unión, así que como yo creo en estas cosas, algo tiene que ver Juan Serrano del Monte, mi padre.
    Y esto, era algunas de las cosas que le susurraba a mi padre a los pies de su nicho cada Domingo a partir de la llegada de mis hermanos y la unión familiar,
  • Te quiero y te querré siempre papá. Volvemos a estar juntos de nuevo, deja a mamá aquí muchos años más, para que pueda disfrutar de aquello que la vida le arrebató por mucho tiempo. El ser totalmente feliz. Igualmente, que sepas que la felicidad completa sería si tu estuvieras entre nosotros. Sabes que te recordamos cada día. Un beso fuerte.

Tu hija que te adora, María.

Escrito por: Sara Fernández Avellaneda

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