Las apariencias engañan. (Angel Casas)

miércoles, 16 de enero de 2013


LAS APARIENCIAS ENGAÑAN

Los niños veían a una persona desaliñada, mal vestida, harapienta, muy dejada y maltratada por la vida; sus cabellos eran una maraña de pelos que se enredaban en su barba blanca; sus ojos eran pequeños pero con una mirada muy intensa que le delataba como gran observador;  su nariz aguileña era bastante prominente; sus labios los tapaba la espesa barba y el bigote,  que estaban totalmente canosos; su voz era cálida, aunque algo socarrona. Quizás porque veía la vida desde un plano diferente al nuestro, pues no creía en los bienes materiales. Su aspecto en general era de suma dejadez, sus ropas eran viejas, rotas y muy sucias. A los críos nos daba respeto, aunque verdaderamente era miedo, pero yo no podía decírselo a mi padre porque eran de los que decía que a las personas había que conocerlas antes de tomar semejante decisión.
Veníamos de la feria del pueblo de al lado, caminando por la carretera, entre las frondosas sombras que daban los plataneros.  Una figura encorvada  se iba acercando a nosotros. Era ese hombre que iba con rumbo a ningún sitio, pues no tenía a nadie. Al llegar a nuestro lado,  yo me aferré a la mano de mi padre,  buscando protección. Mi padre notó mi incomodidad y no dudó en ningún momento; se saludaron, y estuvieron hablando ensimismados, sin acordarse de mí, hasta que  mi padre me presentó y me hizo darle la mano con el saludo pertinente. Después de esto, mi progenitor le preguntó  ¿hacia dónde se dirigía y qué iba a hacer?,  a lo que el hombre contestó sin ninguna dilación:  “a vivir la vida”.
Después de intentar de todas las maneras posibles convencerlo de hospedarse en casa, no lo consiguió.  Lo más que consistió fue a que le dejáramos dormir en la barraca que teníamos en el campo. Le acompañamos y adecentamos un poco el lugar para que el hombre pudiera acomodarse; seguidamente fuimos a casa a buscar algo  para comer y un poco de ropa limpia. Conseguimos que se quedara unos días. Durante esos días me ocupé de llevarle la comida y aquél extraño se fue convirtiendo en un manantial de sabiduría.  Cuando hablaba, su voz me envolvía y me hacía  partícipe de lo que explicaba;  tenía una humanidad pasmosa, era culto,  pero lo más interesante de todo, era su filosofía de  vida y la forma de afrontarla.  No deseaba nada que perjudicara a la naturaleza, creía firmemente en la humanidad, y en sus mínimas pertenencias había lo más básico: unos cubiertos, un pequeño cazo de aluminio, una toalla, un pedazo de jabón, y poca cosa más.Recuerdo que le pregunté por qué vivía así, y me contestó: “yo nací en una familia rica. Desde pequeño lo tuve todo, juguetes, los mejores colegios, abría  la boca y ya tenía lo que había pedido hasta que fui al servicio militar, donde me tocó viajar a África. No consentí que mi familia intercediera por mí para conseguir un destino mejor. Allí me di cuenta de que no era feliz, de que lo que yo quería era vivir la vida sin más, con mis manos y mi inteligencia. Acabado el servicio militar desaparecí, me fui a ver mundo y acumular vivencias. Ahora es mi mayor tesoro y eso lo tengo que agradecer a todas las personas que he ido conociendo a lo largo de mi vida incluyéndoos a vosotros.
Estuve cuatro días disfrutando de sus vivencias, pero al quinto  desapareció y no volvimos a saber más de él.     En mi mente guardo un grato recuerdo.

El pequeño vaporista.

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