A CADA UNO LO SUYO (Sara Fernández)

jueves, 29 de noviembre de 2012


Todo empezó cuando murió mi madre.
¡ Madre mía la que se armó! La verdad, en la muerte de una madre, no es que se esté por ver quien viene y quien no viene, pero es que esto fue tremendo.
Me encontraba al lado de donde yacía mi madre en el velatorio; nos encontrábamos mis dos hermanas, mi padre y yo, y eso que de repente aparece por la puerta un hombre con un traje gris oscuro, muy alto, con el pelo bastante corto, y unos ojos bastantes grandes y marrones. Me causó bastante impresión verlo porque tenía un cierto parecido a mi padre. En lo robusto, y a la vez en la manera de andar desgarbada, los mismos pasos que yo recordaba en aquellos instantes fugaces, de habérselos visto a mi padre. Pero, es que la cosa está en que yo a ese hombre no lo había visto en la vida... Mis dos hermanas mayores, dentro de la inmensa pena que conlleva el perder a una madre de un día para otro a causa de un infarto, se miraron y con los ojos cristalinos y enrojecidos de tanto llorar no podían abrir la boca, pero si que podía entrever en sus ojos que para ellas dos, este ser era reconocible. Yo no me percataba de mucho, era la más pequeña y aunque todas estábamos muy mal, anímicamente hablando, yo era la que permanecía más unida a mi madre siempre. Ahora yo tenía 15 años, ellas eran más mayores que yo.
Este hombre de aire misterioso, se adelantó hacia donde estaba mi madre, mientras le brotaban dos grandes lágrimas de sus ojos. Se dispuso a salir del recinto, cuando mi padre en un afán de alcanzarlo, pegó un salto de la silla ( no muy común para esta clase de situaciones, bajo mi punto de vista ) y lo agarró del brazo y le susurró algo al oído mientras le apretaba fuertemente. Se marchó.
A los pocos días, y teniendo en cuenta que en mi familia, mi madre, a parte de mi padre, había dejado un testamento firmado, nos reunimos en el notario, como suelen hacer todas las familias. En la mía no había mucho que repartir, pero la verdad a ninguno nos importaba lo que hubiera de herencia, porque la pena era demasiado grande.
Pues allí estábamos, un Martes a las 18h de la tarde del 24 de Diciembre del año 1996. Recuerdo que hacía un frío tremendo, un frío que se te calaba hasta en los huesos, y mi padre, ya mayor, y con lo delicado que estaba, vino como pudo trayendo consigo la pulmonía que había cogido hace dos semanas.
Entra el notario, y estamos mis dos hermanas y mi padre... A eso que, cuando se disponía a empezar a leer la últimas voluntades de mi madre, aparece otra vez el mismo hombre del velatorio, con el mismo traje y el mismo paso desgarbado. Mi padre entró en cólera. Mis dos hermanas y yo, nos miramos y no entendíamos nada de nada. El notario, alzó la voz, he hizo callar tanto al uno como al otro, y nos quedamos en silencio. Hasta que el notario pronuncio el nombre y los apellidos del hombre que estaba sentado al lado nuestro... ¡ Era nuestro hermano! ¿ Però por què desprendía tanta rabia mi padre hacia él? ¿ Por qué no lo habíamos visto en la vida? La cuestión es que el notario, a medida que más se acercaba el momento culminante, por decirlo de algún modo, de anunciar lo que nos tocaba a cada una de las hermanas, a mi padre y ahora a mi “supuesto” hermano, este último, cada vez estaba más nervioso. Mi madre, a mis hermanas y a mi, nos había dejado las poquitas joyas de valor material pero si sentimental que tenía, dejando a nuestro libre albedrío que escogiéramos las que quisiéramos cada una.
Ahora tocaba la hora de Miguel, mi “hermano” , a él le dejó unas tierras que supuestamente estaban sin trabajar des de hace muchísimo tiempo al Sur de España, y a mi padre le dejó la casa donde habían vivido durante 45 años. ¿ Justo? Pues parece que no, porque mi “hermano” delante del notario, volvió a entrar en cólera... Y mi padre, ahora ya no se ponía a su altura, le dejaba despotricar, todo y más... aunque con todo el dolor de su corazón. Delante de nosotras tres, y del notario, le dijo estas palabras: Hijo mío, tú no fuiste bueno con tu madre, y dale gracias a Dios que al menos te ha dejado unas tierras que pueden alcanzar a tener algún valor algún día, unas tierras que un día tú mismo rechazaste a trabajarlas junto a mi, y que yo rechacé, y en vida de tu madre, también fueron rechazadas por mi, por si algún día aparecías de nuevo y querías trabajarlas, así que hijo mío, siento decirte esto, y delante de tus hermanas, y de un notario, pero A CADA UNO LO SUYO.


Sara

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